Borges, Bartleby y Kafka: variaciones y omisiones de una intuición brillante
o inocentemente titulé este artículo poniendo al mismo nivel nombres cuyos portadores pertenecen, en principio, a ontologías dispares. Sin habérmelo propuesto, leyendo al azar ciertos textos de...
o inocentemente titulé este artículo poniendo al mismo nivel nombres cuyos portadores pertenecen, en principio, a ontologías dispares. Sin habérmelo propuesto, leyendo al azar ciertos textos de Borges, creo haber descubierto un extraño sendero de detalles y omisiones que conduce a un concepto central de su literatura.
En “Kafka y sus precursores” Borges omite la mención del cuento de Melville
Primero me voy a referir al breve y maravilloso artículo “Kafka y sus precursores”, publicado en el diario La Nacion en el año 1951 e incluido un año más tarde en el libro Otras inquisiciones. Allí Borges omite la mención de Bartleby, el escribiente, el cuento de Hermann Melville. Incluye otros textos: la paradoja con que Zenón de Elea pretendió demostrar lo ilusorio del movimiento; un párrafo de un apólogo de Han Yu extraído de la Anthologie raisonée de la littérature chinoise de Margouliés (acaso el más retrospectivamente kafkiano de todos); dos parábolas religiosas de Kierkegaard que Lowrie transcribe en su Kierkegaard; el poema “Fears and Scruples” de Browning; un cuento de las Histoires désobligeantes de Leon Bloy; y, por último, un cuento de Lord Dunsany, “Carcassonne”.
Según el prólogo de 1943, una afinidad es el empleo de un idioma tranquilo
La omisión de Bartleby es llamativa. Borges tradujo este cuento en 1943 y, en sus distintas publicaciones a lo largo de más de cuarenta años, lo antecedió con tres prólogos distintos. En todos postuló el vínculo de Bartleby con Kafka, pero la forma de postular este vínculo fue variando en cada prólogo. Podríamos considerar que estas variaciones son irrelevantes o juzgar que, vistas en conjunto, revelan un concepto valioso. La primera alternativa es más probable y quizá por eso menos interesante. La segunda es más rebuscada, pero tal vez más polémica y entretenida. Decidí inclinarme por esta e intentar justificarla.
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El primer prólogo de Borges a Bartleby fue escrito en 1943 para la publicación del cuento en el número 1 de la Colección Cuadernos de la Quimera. En ese prólogo leemos lo siguiente: “‘Bartleby’ está redactado en un idioma tranquilo y hasta jocoso cuya deliberada aplicación a una materia atroz parece prefigurar a Franz Kafka . Yo observaría que la obra de Kafka proyecta sobre Bartleby una curiosa luz ulterior. Bartleby define ya un género que hacia 1919 reinventaría y profundizaría Franz Kafka: el de las fantasías de la conducta y del sentimiento o, como ahora malamente se dice, psicológicas”.
¿Por qué en 1951, es decir, ocho años después de aquel prólogo, Borges no menciona a Bartleby como uno de los precursores de Kafka? Una explicación admisible es que Borges haya decidido evitar la inclusión de precursores ilustres o vinculados con Kafka para fortalecer el argumento central de este artículo; a saber, que todo autor de genio resignifica retrospectivamente textos que hasta ese momento tenían un sentido bastante acotado y distinto. En el mismo artículo hay indicios de este procedimiento. Cuando introduce a Kierkegaard, Borges lo hace con una salvedad pudorosa, casi una disculpa: “La afinidad mental de ambos escritores es cosa de nadie ignorada”, escribe. Y en lugar de elegir la obra más conspicua de Kierkegaard, Temor y temblor, que influyó explícitamente en Kafka, elige dos parábolas casi desconocidas.
Muchos lectores creen, erróneamente, que los Diarios reflejan la vida real de Kafka
Borges necesitaba que los textos precursores fuesen más bien ignotos, o por lo menos insospechados de una vinculación con Kafka, para que su resignificación fuese más radical. Por eso omitió Temor y temblor. Por eso omitió también los relatos bíblicos (y ulteriormente kafkianos) de Moisés, que después de cuarenta años de extenuar el desierto no logró entrar a la Tierra Prometida, y de Job, que sin explicación y siendo un hombre probo se ve sometido a terribles desgracias por una polémica ajena entre Dios y Satán (1). Por eso, muy probablemente, haya decidido omitir también Bartleby.
Otro argumento, en principio no menos admisible, para explicar la omisión es el siguiente: en los ocho años que mediaron entre la redacción de aquel primer prólogo de Bartleby y la publicación de “Kafka y sus precursores”, Borges vislumbró que entre Bartleby y los personajes kafkianos no existe ninguna afinidad esencial. Incluso pudo haber advertido que los temples de uno y de otros son casi opuestos.
Según lo declarado en el prólogo de 1943, una de las afinidades entre Bartleby y la obra kafkiana es el empleo de un idioma tranquilo y hasta jocoso aplicado deliberadamente a una materia atroz. Yo aventuro que Borges pudo también haber intuido esa afinidad en el ambiente lóbrego y opresivo de la burocracia oficinesca donde transcurre la acción de Bartleby y de varios relatos de Kafka. Recordemos el escritorio de Bartleby, ubicado “junto a una ventanita, en ese costado del cuarto que originariamente daba a algunos patios traseros y muros de ladrillos, pero que ahora, debido a posteriores construcciones, aunque daba alguna luz, no tenía vista alguna”. Recordemos, en el caso de Josef K., las polvorientas galerías del primer juzgado de instrucción, que tenía los techos tan bajos que, entre los empleados, “algunos habían traído pequeños almohadones, que se habían colocado entre la cabeza y el cielorraso para no herirse”.
Borges siempre descreyó del límite entre el ser de carne y hueso y el ser proyectado en las palabras
Estas afinidades entre Bartleby y la obra kafkiana sin duda existen, pero veamos las grandes diferencias que separan a los personajes. Bartleby es un hombre básicamente irresponsable, un rebelde que de la noche a la mañana se niega a cumplir con cualquier tarea que se le exige. El “preferiría no hacerlo” refleja una voluntad para la inacción que deviene absoluta, incluso en la cárcel última, donde se niega a comer hasta morir de inanición. Josef K. y la mayoría de los héroes kafkianos, por el contrario, son seres cuya ilimitada responsabilidad los impele a afrontar activamente y con absoluto compromiso los designios de cualquier autoridad: el padre, el estado, el dueño del Castillo, un emperador infinitamente remoto… La relación con esa autoridad es siempre de subordinación. Pero los inconvenientes no surgen porque el poder de la autoridad sea excesivo, como muchos han querido concluir. Las narraciones de Kafka no son la glosa ni mucho menos la denuncia de ninguna tiranía. Lo que ocurre es que en Kafka la autoridad no se ejerce de manera unívoca. No hay opresores que someten a los oprimidos. La autoridad es una construcción esencialmente binaria. Sin la responsabilidad voluntaria del subordinado, la autoridad ni siquiera existe. En el breve relato “Ante la ley”, las puertas de la ley y también el guardián que las custodia existen solo para el visitante, que no llega a comprenderlo y por eso pasa su vida sin animarse a entrar. De modo análogo, el degollamiento final de Josef K. o la condena a la que se somete Georg Bendemann no son la exhibición de un poder omnímodo y cruel; son la represalia que recae sobre el hombre excesivamente responsable, el hombre que se empeña en encontrar sentido en las arbitrariedades de una autoridad cualquiera. Recordemos las palabras que el capellán de la cárcel le dirige a Josef K.: “La justicia no quiere saber nada de ti. Te acoge cuando vienes y te deja cuando te marchas”.
Esta explicación que acabo de dar –la que sugiere que entre 1943 y 1951 Borges pudo haber variado sus ideas sobre las afinidades entre Bartleby y los personajes de Kafka– sería admisible, si no fuera porque el propio Borges, en el segundo de los prólogos, dictado muchos años después, hacia 1978, para la colección La biblioteca de Babel, casi repitió el argumento del primero. Leemos en este prólogo: “En la segunda década de este siglo, Franz Kafka inauguró una especie famosa del género fantástico; en esas inolvidables páginas lo increíble está en el proceder de los personajes más que en los hechos. Así, en El proceso el protagonista es juzgado y ejecutado por un tribunal que carece de toda autoridad y cuyo rigor él acepta sin la menor protesta; Melville, más de medio siglo antes, elabora el extraño caso de Bartleby, que no solo obra de una manera contraria a toda lógica sino que obliga a los demás a ser sus cómplices”.
No deja de ser extraña la porfía de Borges para vincular el carácter de Bartleby con el de Josef K. ¿Acaso lo increíble del proceder de dos personajes basta para determinar alguna afinidad entre ellos? Si es por eso, la literatura ya estaba llena de personajes con procederes increíbles o injustificados que podrían haber sido considerados precursores de Josef K. y de otros personajes de Kafka (2).
Borges fue pionero en reconocer el genio kafkiano: ya en 1917 había leído en alemán La metamorfosis (“Die Verwandlung”) y había declarado su fascinación inmediata por la obra (3). Y no me parece exagerado decir que hubo pocos lectores en la historia del mundo tan sensibles y perspicaces como Borges. ¿Por qué se empecinaría entonces en afirmar que Karl Rossmann. Josef K. o Gregor Samsa son personajes que se niegan tenazmente a la acción cuando la esencia de estos héroes es justamente la contraria?
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Esta incómoda extrañeza nos conduce al tercer prólogo de Borges. Es el prólogo que antecede la selección de cuentos de Melville: Benito Cereno, Billy Budd y Bartleby, el escribiente, publicada como título número 21 de la serie Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges en 1985, un año antes de su muerte. Aquí Borges insiste con la afinidad entre Bartleby y Kafka, pero la refiere con palabras más directas y, creo, reveladoras: “Bartleby, que data de 1856, prefigura a Franz Kafka. Su desconcertante protagonista es un hombre oscuro que se niega tenazmente a la acción”.
Yo elijo pensar que en los dos prólogos anteriores Borges se permitió trasladar una afinidad de tono y de ambiente de los relatos a una afinidad de carácter de los personajes, mientras que en este último prólogo se propuso decirnos algo nuevo y esencial. Borges pasó de decirnos que Bartleby prefigura a Josef K. en el prólogo de 1978 a decirnos ahora que prefigura a Franz Kafka. ¿Qué significa este cambio de referencia? Si Borges hubiera querido sugerir que Bartleby prefigura a los personajes de Kafka o la obra de Kafka, lo habría dictado de esa forma. Pero lo que dictó fue que Bartleby (el cuento, pero también el personaje), prefigura a Franz Kafka…
¿Quién es este Franz Kafka al que se refiere aquí Borges? Una primera respuesta inocente podría señalar al ser humano de carne y hueso llamado Franz Kafka, que escribió una de las obras más originales y geniales de toda la literatura. Pero aquí es cuando aparece el concepto literario borgeano que anuncié al comienzo de este mismo artículo: no hay un límite que separe la literatura de la realidad. Ni la literatura imita la realidad ni la realidad imita la literatura. Ni siquiera se trata de un límite difuso. Ese límite no existe. Con el paso de los años Borges fue fortaleciendo esta idea, que subyace a sus relatos mejores. Quizá el ejemplo más nítido sea “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, donde la aparición de los hrönir, los objetos duplicados, significa precisamente la desaparición del límite entre el mundo del idealismo de Berkeley (Tlön, la literatura) y nuestra pobre realidad tangible (4).
El Franz Kafka prefigurado por Bartleby según Borges no sería el Franz Kafka de carne y hueso sino el otro, que lo abarca: la gran imagen de Kafka que se ha proyectado y sigue proyectándose en el mundo. Lo curioso en este caso es que gran parte de esa proyección se la debemos al propio Kafka. Me refiero al Kafka de los Diarios.
Muchos lectores creen, erróneamente, que los diarios de Kafka reflejan la vida real de Franz Kafka. Ya Max Brod, en su biografía del amigo, señala el error: “Uno de los motivos que me impulsan a escribir estos recuerdos es el siguiente: de la lectura de sus libros y, sobre todo, de sus Diarios, se puede llegar a tener una imagen de Kafka totalmente distinta, mucho más lúgubre que la que deparaba su trato cotidiano”.
El Kafka de los Diarios se parece bastante a Bartleby. A diferencia de los personajes de sus relatos, este Kafka más lúgubre, como afirma Borges, se niega repetidamente a la acción. Escribe Kafka en enero de 1911: “No fui a casa de Max; estaba ya preparado para ir, pero me quedé sentado en la cama. Ahora me siento tranquilo, pero sólo porque he dejado de pensar en ello”. Un mes más tarde: “Hoy no he ido a la oficina. No me duele nada en particular, pero me resulta imposible presentarme allí”. En 1915: “No puedo casarme. En primer lugar, por mi debilidad física, en segundo, por mi carácter... Me es imposible pensar en algo que me ate de ese modo”. Incluso frente a la escritura siente este Kafka el poder de la inacción: “No escribo. No quiero escribir, aunque sé que es lo único que me justifica ante mí mismo. Estoy como un animal que no quiere salir de su guarida”, anota en 1914. Dejo para el final de esta enumeración la más célebre de las inacciones kafkianas: su negativa a publicar la gran mayoría de sus obras (5).
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La existencia real de las personas es, con palabras de Nabokov, una breve grieta de luz entre dos eternidades de oscuridad. Por eso el destino de nuestras proyecciones nos excede. Hace rato abundan las teorías de que Homero no fue más real que Aquiles o que Ulises (6). O que la existencia de Shakespeare no es menos imaginaria que la del príncipe Hamlet o que la del extravagante e ingenioso Falstaff. Algunos quieren condenar a Bioy Casares por las infidencias que dejó escritas en su Borges. No creo que Borges hubiera aprobado esa condena. Samuel Johnson es Samuel Johnson por sus obras, pero lo es también, eminentemente, por la biografía de Boswell, que está llena de infidencias. Los ofendidos por las infidencias no tardarán en convertirse en polvo y, en definitiva, con el tiempo todos seremos algún día unas palabras escritas con más o menos acierto, un nombre mencionado en un diálogo ocasional, una inscripción apenas legible en la quieta melancolía de una lápida.
Borges siempre descreyó del límite entre el pobre ser de carne y hueso y el ser proyectado en las palabras. Lo termina de demostrar un texto breve que figura, algo extraviado, en la última página del tomo de Emecé de sus Obras Completas de 1974. Allí Borges escribe, a la manera de la entrada de “Uqbar” en la Anglo-American Cyclopaedía de 1917, la entrada de “Borges” en una conjetural Enciclopedia Sudamericana, que se publicará en Santiago de Chile, el año 2074. El Borges de 1974 proyecta (irónicamente, desde luego) al Borges de cien años después. El final de la entrada es bien significativo: “¿Sintió Borges alguna vez la discordia íntima de su suerte? Sospechamos que sí. Descreyó del libre albedrío y le complacía repetir esta sentencia de Carlyle: ‘La historia universal es un texto que estamos obligados a leer y a escribir incesantemente y en el cual también nos escriben’”.
No me parece improbable que hacia 1985, al dictar aquel tercer prólogo en las lindes de su muerte, el Borges de carne y hueso tuviera plena conciencia de que, en el abismo del tiempo, Kafka, Bartleby y Borges terminarían hechos de la misma sustancia: palabras, palabras, palabras.
(1) Con buen tino, alguien (¿Brod, Scholem, Steiner?) dijo que Kafka es un escritor posbíblico que sigue haciendo las preguntas del Libro de Job, pero en un mundo donde Dios ya no responde.
(2) En el prólogo de La invención de Morel, el propio Borges, al deplorar la informidad de novela psicológica, declara: “Los rusos y los discípulos de los rusos han demostrado hasta el hastío que nadie es imposible: suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia, personas que se adoran hasta el punto de separarse para siempre, delatores por fervor o por humildad…”
(3) Si bien Borges siempre lo negó, es muy probable que la traducción de La metamorfosis aparecida en 1927 en Revista de Occidente fuera suya (y después “hispanizada” por Guillermo De Torre).
(4) No hace falta aclarar que el título El otro, el mismo se refiere a este mismo concepto.
(5) El carácter bartlebyano se acentúa aquí en Kafka, porque Kafka no destruyó sus obras. Simplemente prefirió no publicarlas.
(6) Uno de los mejores cuentos de Borges, “El inmortal”, trata justamente de esa extraña identidad entre Homero y Ulises.