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¿El fin de la representación política?

En tiempos de desencanto social, resurgen miradas que anuncian el agotamiento de la representación política. Frente a ese diagnóstico, vale recuperar una idea fundadora: la representación no fu...

En tiempos de desencanto social, resurgen miradas que anuncian el agotamiento de la representación política. Frente a ese diagnóstico, vale recuperar una idea fundadora: la representación no fue pensada como un fin, sino como un medio para hacer posible el autogobierno. Entre 1810 y 1860, nuestros constituyentes se propusieron crear un método para tomar decisiones colectivas orientadas a la “felicidad del pueblo”. El fin era el bienestar común; el medio, el autogobierno y sus mecanismos institucionales.

La alternancia no es solo un mecanismo de control sino una forma de procesar conflictos

La representación apareció como uno de esos mecanismos. Ya no era posible, como recordaba el deán Gregorio Funes, que los ciudadanos decidieran todos juntos “en la plaza pública”. Por eso delegaban su soberanía en otros ciudadanos elegidos para actuar en su nombre. Así lo explicaba el diputado Manuel Antonio Castro: el Congreso surge porque el pueblo, no pudiendo ejercer directamente su soberanía, la encarga a quienes lo representan. La representación es, entonces, una forma de organizar esa soberanía para decidir.

Esta delegación se fundó no solo en el desafío demográfico, sino en una razón de estricto pragmatismo: permitir que la toma de decisiones fuera continua, especializada y eficaz. La representación es una solución de ingeniería institucional que asigna la complejidad de problemas como la hacienda, el comercio o las relaciones exteriores a quienes pueden dedicarse de lleno. El foco estuvo siempre en la pertinencia práctica del instrumento.

Los Fundadores también coincidieron en que esa delegación debía ser temporal. La alternancia en los cargos era también una condición de la soberanía popular. Juan Gorriti defendía fijar la duración del mandato para resguardar los derechos de los pueblos, y Manuel Moreno sostenía que establecer un término fijo era la forma en que las naciones castigaban el incumplimiento de los representantes. No se trataba solo de elegir, sino de poder reemplazar.

La teoría democrática moderna confirmó esa intuición: la alternancia no es solo un mecanismo de control, sino una forma pacífica de procesar conflictos. Cuando los ciudadanos saben que pueden renovar gobernantes sin recurrir a la violencia, disminuye la incertidumbre y se contiene el enfrentamiento.

Desde 1983, la Argentina consolidó ese principio. En diez elecciones presidenciales, cinco fueron ganadas por el oficialismo y cinco por la oposición. En el mundo, entre 1946 y 2018, los oficialismos ganaron dos de cada tres elecciones. Aquí, en cambio, la paridad muestra que el voto funciona con eficiencia como medio de control y reemplazo. La representación cumple, al menos, una de sus tareas esenciales: permitir que el pueblo gobierne sin violencia, renovar autoridades y exigir responsabilidad.

Pero que funcione para eso no significa que produzca satisfacción. La misma alternancia puede expresar algo más: un voto que castiga a los que gobiernan, no un rechazo a la representación en sí. El malestar no parece dirigirse contra el método, sino contra los resultados. No se discute tanto cómo elegimos, sino qué hacen quienes elegimos con el poder que les damos.

Aquí yace una raíz del desencanto: la renuncia de buena parte de la dirigencia política a abordar su tarea principal, desviando la discusión hacia lo que denominamos la “pelea chica”. Esto es, priorizar la polarización facciosa y agonal sobre la negociación de soluciones complejas.

Esta tendencia hacia el enfrentamiento tiene ventajas seductoras a corto plazo: genera alta visibilidad mediática, moviliza a la propia base y presenta un menor costo político, al no exigir la implementación inmediata de políticas que requieren esfuerzo. Los debates sobre el quién y el cómo eclipsan las discusiones fundamentales, como el destino de los recursos, las inequidades regionales, la reforma educativa o la matriz tributaria. El resultado es una política “twittera” que evita la complejidad de la gestión real.

Por eso, más que anunciar su final, el desafío consiste en volver a orientarla hacia su tarea sustantiva: no solo representar para votar o alternar gobernantes, sino para decidir sobre los contenidos concretos y conflictivos de la vida colectiva (recursos, derechos, distribución, bienestar). Para lograrlo, la tarea es dual: los representantes, deben asumir el riesgo de debatir lo que importa; y los ciudadanos, exigir que el foco del debate se mueva de la retórica del antagonismo a la política de los resultados. Esa es, finalmente, la medida última de la representación: resolver qué se hace con lo que es de todos.

Doctor en Ciencia Política (Universidad de Chicago).Autor de Una Argentina a Medias (Eudeba, 2025).

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/ideas/el-fin-de-la-representacion-politica-nid15112025/

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