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La diplomacia de las cumbres en tiempos de incertidumbre global

“Es mucho mejor que nos encontremos en una cumbre que al borde de un abismo”, proclamaba el presidente estadounidense John F. Kennedy tras verse por primera vez cara a cara con su homólogo sov...

“Es mucho mejor que nos encontremos en una cumbre que al borde de un abismo”, proclamaba el presidente estadounidense John F. Kennedy tras verse por primera vez cara a cara con su homólogo soviético Nikita Jrushchov en la cumbre de Viena de 1961. Luego de la histórica reunión de “los tres grandes” (Churchill, Roosevelt y Stalin) en Yalta, en 1945, este fue el primer encuentro personal entre los mandatarios de las dos potencias que configuraron el orden bipolar.

Pese al optimismo de llegar a un posible acuerdo acerca del futuro de Alemania (que se encontraba dividida en dos tras la ocupación de las potencias aliadas), el encuentro, marcado por la incertidumbre y suspicacia entre ambos mandatarios, no logró ningún avance significativo.

El recrudecimiento de la tensión durante la crisis de los misiles en Cuba y el atolladero que significó la guerra de Vietnam, entre otros frentes indirectos de enfrentamiento, hicieron imprescindible un nuevo acercamiento que permitiera aminorar las posibilidades de una confrontación directa.

La renovación del liderazgo en ambos Estados permitió una nueva cumbre entre Richard Nixon y Leonid Bréznev en Moscú, en 1972. A diferencia del infructuoso encuentro anterior, esta cumbre resultó mucho más productiva y marcó el inicio de un prolongado proceso de desescalada que dio lugar al llamado “deshielo” de la Guerra Fría.

El inicio de este proceso fue visto con buenos ojos y celebrado por la comunidad internacional, y demostró que incluso en contextos cargados de rivalidad, la diplomacia puede operar cara a cara en escenarios emblemáticos, combinando el impacto simbólico del encuentro con decisiones estratégicas de largo alcance.

Si bien el encuentro entre emisarios para la resolución de conflictos tiene orígenes protohistóricos, el académico británico David Reynolds, en su obra Cumbres, sostiene que el término “cumbre” se consolidó como una forma de diplomacia de alto nivel recién en el siglo XX. Fue en esta centuria cuando se celebraron encuentros entre líderes que, en contextos de extrema tensión, lograron influir decisivamente en el rumbo de la historia. Según el autor, seis encuentros marcaron el siglo pasado: Múnich (1938), Yalta (1945), Viena (1961), Moscú (1972), Camp David (1978) y Ginebra (1985).

En esta misma línea, también merece recordarse la cumbre de Helsinki, que en agosto de 1975 concentró la atención mundial. Los líderes de 35 países se congregaron en esa ciudad para firmar el Acta Final de Helsinki, un acuerdo histórico que abrió un canal de diálogo entre Oriente y Occidente. Este hito no solo fortaleció el espíritu de cooperación en un contexto de tensión, sino que también sentó las bases de lo que tiempo más adelante se convertiría en la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE).

Fue, sin dudas, uno de los momentos diplomáticos más significativos en la historia reciente de Finlandia y un claro ejemplo del poder transformador de la diplomacia de cumbres.

En la actualidad, ante el evidente fracaso de los organismos multilaterales y de los mecanismos tradicionales de gobernanza para ofrecer respuestas efectivas a conflictos regionales complejos -como la guerra en Ucrania o en la Franja de Gaza-, los encuentros de “alto nivel” entre líderes mundiales se vuelven cada vez más imprescindibles. Estas cumbres permiten establecer las condiciones -o al menos los puntos de partida- para que los cuerpos diplomáticos inicien o retomen negociaciones desde una posición de poder.

El 14 de diciembre de 1950, Winston Churchill -un declarado entusiasta de las cumbres internacionales- pronunció ante la Cámara de los Comunes una frase que, ocho décadas después, sigue resonando con fuerza: “El apaciguamiento desde la fuerza es un recurso magnánimo y noble, y podría ser el camino más seguro, y quizá el único, hacia la paz mundial”.

Su reflexión, cuidadosamente formulada, conserva hoy una vigencia tan inquietante como reveladora, frente al desafío global de reconstruir la confianza en la política internacional y revitalizar un multilateralismo en crisis.

Aunque resulta imprudente -e incluso utópico- afirmar que es posible alcanzar una “paz mundial”, sí es pertinente destacar que cualquier intento serio de apaciguamiento y de construcción de un esquema de convivencia debe surgir en el marco de negociaciones entre las potencias que compiten y rivalizan por la hegemonía en el sistema internacional.

Lo cierto es que, hasta ahora, la “diplomacia de cartón” desplegada por los dirigentes europeos solo ha producido atisbos de una paz transitoria, frágil y carente de un rumbo estratégico definido.

En este contexto, la reciente “cumbre de Alaska” adquiere una relevancia trascendental. Aunque no se alcanzaron acuerdos formales, la reunión entre Donald Trump y Vladimir Putin, celebrada en la base conjunta Elmendorf‑Richardson, en Anchorage, fue ampliamente valorada por su notable peso simbólico: marcó la primera visita de Putin a un país occidental desde la invasión rusa de Ucrania en 2022 y la primera vez que un presidente ruso pisa suelo estadounidense desde septiembre de 2015.

Así también, del otro lado del globo, China ha desplegado la alfombra roja en una serie de encuentros que proyectaron su liderazgo, prestigio y deferencia en el ámbito internacional. Como país anfitrión de la cumbre de la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS), celebrada en Tianjin del 31 de agosto al 1° de septiembre, China recibió a más de 20 jefes de Estado y a representantes de una decena de organizaciones internacionales.

La imagen del presidente Xi Jinping junto a Vladimir Putin y al primer ministro indio, Narendra Modi -quien visitó China por primera vez desde 2018-, ocupó las portadas de los principales medios del mundo como símbolo de un vínculo estratégico, consolidado y pragmático entre las potencias asiáticas.

A esa demostración de alineamiento estratégico se sumó también la participación del líder norcoreano Kim Jong-un, quien asistió al desfile militar con motivo del 80° aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial. Su presencia -aunque protocolarmente discreta- aportó una fuerte carga simbólica: no sólo reafirmó los lazos con Pekín y Moscú, sino que evidenció la intención de Pyongyang de consolidarse como parte activa de un eje de poder alternativo y cada vez más cohesionado frente al liderazgo internacional ejercido por Occidente.

En definitiva, las cumbres internacionales emergen no sólo como espacios de diálogo, sino como escenarios esenciales para restablecer canales de comunicación y fortalecer la confianza entre potencias rivales. Más allá del escepticismo sobre la obtención de resultados inmediatos, la diplomacia de cumbres se revela como un acto profundamente performativo, donde no solo entran en juego la perspicacia y el ingenio de los líderes participantes, sino también el respaldo político que representan y la imagen que proyectan de su país ante la atenta mirada de la comunidad internacional.

Profesor de Relaciones Internacionales (UCALP), especialista en Estudios Chinos (UNLP)

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/la-diplomacia-de-las-cumbres-en-tiempos-de-incertidumbre-global-nid18092025/

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