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La política por defecto

Hace menos de una década, un grupo de investigadores del Instituto de Cerebro y Creatividad de la Universidad de California del Sur monitoreó mediante resonancia magnética la actividad cerebral ...

Hace menos de una década, un grupo de investigadores del Instituto de Cerebro y Creatividad de la Universidad de California del Sur monitoreó mediante resonancia magnética la actividad cerebral de personas con fuertes convicciones ideológicas y posicionamientos políticos. Primero les mostraron un listado de afirmaciones –políticas y no políticas– con las que estaban plenamente de acuerdo. Luego, contraargumentos basados en evidencia, diseñados para contradecirlas directamente. El objetivo era observar cómo reaccionaba el cerebro al enfrentar objeciones contra creencias políticas y no políticas.

El resultado fue contundente: cuando los participantes fueron desafiados en sus convicciones políticas, el cerebro activaba con más intensidad la red neuronal por defecto (en inglés, default mode network). La neurociencia describe este estado como la activación de un conjunto de regiones cerebrales internas vinculadas a la identidad y la autorreferencialidad; es decir, cuando no estamos enfocados hacia afuera sino hacia adentro. La reconocida científica española Nazareth Castellanos explica qué es lo que sucede cuando nuestra mente divaga, lo que puede ocurrir incluso cuando se está leyendo esta nota y, por más atención que se ponga, invaden al lector otros pensamientos que compiten con su concentración.

El estudio también demostró que el cerebro ofrecía más resistencia a modificar las creencias políticas que aquellas no políticas, y que esa resistencia se apoyaba en la activación de regiones vinculadas a la emocionalidad. En otras palabras, nuestras convicciones políticas no solo se protegen con razones, se blindan con emociones. Y frente a argumentos contrarios, el cerebro no se abre fácilmente a lo nuevo, se repliega hacia adentro para proteger aquello que nos define. Esto es biología política por defecto.

El atentado reciente contra una joven figura política en Estados Unidos refleja esa tensión. Más allá de simpatías o rechazos a la posición ideológica de la víctima en particular, lo que está en juego es algo mucho más profundo: una creciente dificultad para convivir con el otro. Lo que hace casi diez años el estudio de California mostró en imágenes cerebrales se confirma actualmente en la calle. No se trata únicamente de que nos cerramos a la visión distinta como un reflejo biológico, sino que esa cerrazón se sostiene en emociones de miedo, amenaza o desconfianza. Y cuando esos resortes emocionales se desbordan, la convivencia social se resquebraja.

Como si fuese poco, este problema se amplifica en escenarios digitales. Un célebre divulgador, filósofo y neurocientífico norteamericano, Sam Harris, describe que en las redes sociales adoptamos conductas distintas de las que solemos tener en la vida presencial. Porque allí rigen otras dinámicas. Y es tal nuestra actividad en aquellos ámbitos que lo virtual termina impregnando –y patologizando– nuestra conducta en el mundo real. Por ejemplo, como el lenguaje negativo tiende a difundirse mucho más que el positivo, no es casual que las campañas electorales más efectivas en estos tiempos parecen ser las que apelan constantemente al odio; lo que tal vez sea rentable en votos, es insostenible en términos convivenciales a largo plazo.

De manera que este caldo de conductas no queda confinado al ámbito digital. Se exacerban en redes sociales –amparadas en el anonimato, la distancia y la despersonalización, entre otros factores– y son exportadas, y hasta normalizadas, luego a comportamientos de la vida real. El problema, entonces, es que trasladamos las dinámicas fragmentarias del mundo virtual, donde creemos tener más capacidad de expresión, más libertad. Pero esa libertad es ilusoria, porque nos encierra en burbujas de eco, refuerza sesgos mediante algoritmos y reactiva, cada vez más, ese circuito neuronal que nos impide abrirnos al otro. Así, el ciclo se retroalimenta.

Aunque parecen irreversibles la tendencia y el escenario, la interacción cara a cara puede moderar los impulsos. Muchos experimentos sociales se han realizado al respecto: personas que habían insultado a celebridades en Twitter se vieron obligadas a leer sus mensajes frente a ellas. A la mayoría, la vergüenza los inundó. Si bien no todos cambiaron su opinión, la agresividad se redujo de manera contundente. Tiene sentido lo que el Protágoras anticipó hace veinticinco siglos en el mito de Prometeo: Zeus dio al ser humano dos dones para sostener la vida en común, la justicia y la vergüenza.

El desafío por delante es complejo porque toca uno de los derechos más fundamentales, en esencia, el corazón de la convivencia democrática: la libertad de expresión. Pero reconocer esa dificultad ya es un primer paso. Porque, más allá de las leyes, la verdadera batalla ocurre en el fuero más íntimo, en esa red neuronal: resistir ese impulso automático, ese “modo por defecto” que nos encierra en nosotros y nos separa del otro. Porque, ¿qué tan real es la expresión si no somos capaces de escucharnos? Esta es la gimnasia más necesaria de nuestra época. Y no hace falta ir lejos para practicarla.

Una vez, una persona sabia recordó: odio es una palabra bifronte; leída al revés, altera su significado (oído). Quizás sea allí donde se encuentre la clave: cuando invertimos la dirección de “odio”, cuando aprendemos a mirar desde el otro lado, empieza a ser posible –un poco más– la convivencia con los demás.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/la-politica-por-defecto-nid25092025/

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