Pasó 15 años en hogares y expone una falla del sistema que busca proteger a los niños: “No tienen que alejarnos de toda nuestra familia”
Evelin Rolón tiene 6 años y está subida al techo de la casona en la que vive junto a niñas y niños que pasan sus días separados de su familia. Están ahí porque sus padres murieron, les hici...
Evelin Rolón tiene 6 años y está subida al techo de la casona en la que vive junto a niñas y niños que pasan sus días separados de su familia. Están ahí porque sus padres murieron, les hicieron daño o los descuidaron hasta el abandono. Muchos esperan ser adoptados. Evelin no espera nada. Solo lee. Su libro favorito es la edición escolar del Fantasma de Canterville, de Oscar Wilde. La historia de un fantasma que, como ella, busca que lo escuchen, que lo miren, que lo quieran.
Pero esa tarde, cualquier libro le sirve para olvidarse de que tiene ganas de llorar. Su madre no fue a visitarla. Se lo había prometido la última vez, hace meses, con un beso y un abrazo. Pero no volvió a aparecer.
A ella nadie le preguntó si tenía ganas de vivir con extraños, lejos de su propia casa, de sus tías y de la vecina que le daba de comer cuando su madre desaparecía por días.
Desde los 5 hasta los 20 años, Evelin vivió en tres institutos a los que llaman hogares convivenciales para niños sin cuidados parentales. Estuvo en gran parte con sus cuatro hermanos, los más chicos Alan y Brenda, y los mayores, Sergio y Cristian.
“A los chicos y chicas que crecimos en hogares nos queda siempre la sensación de que nadie en nuestras familias nos quería o que algo habíamos hecho mal”, dice Evelin, que hoy tiene 28 años y es parte de Guía Egreso, un colectivo de jóvenes que vivieron en hogares hasta que cumplieron la mayoría de edad. “Hoy sé que fue el sistema el que funcionó mal: no siempre ese sistema necesita alejarnos de todas las personas que conocemos”.
Evelin dice que leía para no extrañar y no pensar en su realidad. Esa realidad es la que viven cerca de 9.000 niños, niñas y adolescentes que crecen en instituciones convivenciales de la Argentina, según el último censo hecho por la Secretaría de Niñez, Adolescencia y Familia de la Nación.
“El 90% de ellos pasa parte de su infancia y adolescencia en instituciones, a pesar de que podrían ser cuidados por algún abuelo, una tía o incluso un vecino que fuera una figura amorosa”, cuenta a LA NACION Dana Borzese, directora ejecutiva de Doncel, una organización que trabaja por los derechos de los chicos a tener una familia.
En promedio, los chicos institucionalizados están 6 años en hogares. Evelin estuvo 15. La ley dice que deberían estar allí solo 180 días, y luego se debe determinar si vuelven con la familia o se activa la adopción.
“Es cierto que hay chicos que no tienen ningún referente, pero no es así en todos los casos”, dice Evelin. La joven plantea una conversación que comienza a escucharse no solo en el país, sino en el mundo: los hogares convivenciales no deberían ser la única o la primera opción para esos niños, como lo fue para Evelin y sus cuatro hermanos.
Además, la mayoría de los chicos que crecen en hogares no es adoptado, sobre todo para quienes tienen una discapacidad, una enfermedad crónica o ya son adolescentes: el 85% de las personas se postula para adoptar niñas y niños de menos de 3 años.
Según Doncel, para que esas familias ampliadas, como abuelos o tíos, por ejemplo, puedan tener la tutela de esos niños y esos niños puedan sanar después de vivir situaciones de violencia, es necesario que el Estado les dé apoyos, es decir, les garantice una ayuda económica, el acceso a la salud y un monitoreo constante de profesionales especializados en el tema.
Esos apoyos son los que Evelin, sus hermanos y su familia no tuvieron. Tampoco se consideraron cuando una de sus tías comenzó a visitarlos y a revincularse con ellos.
La única foto que tiene de su niñez está enmarcada. Se la ve a sus tres años, sola, sentada sobre la tierra seca y gris. Es de noche y sostiene un globo rosa.
“Eso es en Bernal, en la casa de mi abuela y mis tías. Era el cumpleaños de… no me acuerdo. Me gusta esa foto porque me veo feliz”, dice Evelin y ofrece un mate. Después, lo vuelve a colocar sobre la mesa de luz de su habitación blanca y luminosa, como el resto del departamento que alquila en Quilmes, en la provincia de Buenos Aires.
En la habitación hay más fotos enmarcadas: ella con una amiga del hogar en la playa, ella con una amiga de la facultad en un viaje. Está terminando la licenciatura en administración y gestión de empresas en la Universidad Nacional Arturo Jauretche, en Florencio Varela. Hace unos minutos, hizo una presentación por Zoom frente a unos 50 empleados y ejecutivos de Accenture, donde trabaja desde hace cinco años.
En la época de su única foto de niña, Evelin vivía a la vuelta de la casa de sus tías, en una casilla frente al Riachuelo, junto a sus hermanos, su madre y su padrastro. Dice que muchos de los recuerdos que tiene de esa época son tristes. “Pasábamos días solos, con hambre. Mi mamá se iba y nos dejaba encerrados. Mi padrastro tampoco estaba siempre en la casa. Cuando estaban juntos, él se emborrachaba y le pegaba. En esos momentos mi mamá también se iba, nos dejaba con él”, dice.
“No la justifico, pero hay un cúmulo de cosas violentas que le pasaron de chica, abusos. Las víctimas directas de eso también fuimos nosotros”, cuenta.
En la casa de Bernal vivió hasta sus 5 años. Un día sus tías denunciaron a la mamá de Evelin para que reaccionara. Por la noche, un par de patrulleros se llevaron a sus padres, a ella y a sus hermanos: Alan de 2, Brenda de 4, Sergio de 11 y Cristian de 12 años. Los niños nunca más volvieron. Fueron derivados a un hogar en Quilmes.
No está enojada con sus tías. Ellas eran muy jóvenes, tenían unos 20 años. Su madre, es decir, la abuela de Evelin, había fallecido y estaban tratando de sobrevivir, trabajando en donde podían. Nadie las asesoró ni les ofreció tener la custodia de los cinco niños.
El juzgado que llevaba la causa le ordenó a su madre hacer un tratamiento psicológico. Luego del alta volvería a tener la tutela. Ese último requerimiento se mantuvo congelado en el tiempo y por eso la Justicia tampoco habilitó la adopción.
En el primer hogar, estuvieron unos pocos meses. Recuerda estar siempre con su hermano menor en brazos y pendiente de su hermana. Se sentía como su mamá. Esa sensación continuó en el segundo hogar, en el que soñaría con otras realidades desde el techo.
El segundo hogar quedaba en San Antonio de Areco, a 150 kilómetros de sus padres y tías. “Eso no ayudó a la revinculación con mi mamá o mis tías”, dice. Al parecer no había cupo en los hogares de la zona, algo que suele ocurrir.
Su madre viajaba a verlos cada tanto, pero luego empezó a espaciar las visitas. Un día llegó embarazada: Evelin se enojó y decidió no verla más.
Un día, Nancy, una de sus tías, le envió un mensaje por Facebook. Comenzaron a relacionarse nuevamente. Los visitaba, iban juntos a pasear, los llevó de vacaciones a su casa un verano. Evelin estaba feliz.
“Los chicos estaban bien y felices de volver al barrio, de estar conmigo”, cuenta en una conversación telefónica Nancy, la tía de Eve. Dice que eran niños buenos, que de los hermanos, Eve era la más tranquila, la que hacía caso, la soñadora y la que cuidaba al resto.
La directora del hogar de Areco entonces le consultó a Nancy si quería tener la tutela de los cinco. “Yo ya tenía una beba, trabajaba en limpieza y mis recursos no me daban para poder tener a los cinco”, se lamenta.
Evelin hoy dice que la entiende sin resquemores. Por ese tiempo, ella se había encariñado con la pareja que manejaba el hogar y con el resto de los 12 chicos. “Los consideraba mis padres y mis hermanos”.
Cuando cumplió 15, les avisaron que el hogar cerraría y debían ser trasladados a otro, en Berazategui.
“Sentí de nuevo una gran desilusión. Quienes yo creía que eran como mis padres me decían que tenía que irme, que no podían quedarse conmigo”.
Sus dos hermanos más grandes ya eran mayores de edad y sentaron raíces en Areco. Ella también quería quedarse. Tenía amigas, paseaban por los pueblos vecinos, tenía un novio. Pero decidió no separarse de los más chiquitos.
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En el tercer hogar, de Berazategui, todo era muy diferente: convivía con más de 30 chicos y eran más estrictos con las reglas. “Pasé de un pueblo lindo a una ciudad donde la pobreza la veía al asomarme a la ventana”, explica. “Y como había cumplido 15 años, me avisaron que me tenía que preparar porque en tres años debería dejar el hogar. Fue una bomba más y me di cuenta de mi pobreza. Por fuera de ahí, no tenía a dónde ir”.
Evelin cuenta que la ayudaron a prepararse para esa autonomía, para hacer trámites, armar un currículum. Mientras, terminaba la secundaria y le iba bien. “A mis hermanos les costó más. El cambio de colegio los hizo retrasarse mucho, es algo que pasa con los chicos institucionalizados”.
Fue cuando apareció el padrastro de Evelin. Había tratado su alcoholismo, tenía otra pareja, un hijo y un trabajo estable. Les ofreció a los dos hermanos menores, que tenían 13 y 14 años, ir a vivir con él.
“Le pedí al juzgado que los monitoreara porque mi hermano tenía que hacer terapia por una escoliosis severa. Pero nadie hizo nada. Hoy tiene una joroba, le cuesta encontrar trabajo. No sé si él o mi hermana terminaron la secundaria, porque al poco tiempo mi padrastro los echó de la casa. Se fueron a vivir con mi mamá a Ciudad Oculta, en Lugano. No hablo con mi madre. A ellos los veo espaciadamente”, dice Evelin.
De acuerdo con un informe de Doncel, la institucionalización prolongada de los niños produce efectos nocivos en su autonomía, problemas de aprendizaje y dificultades para generar apego; sufren traslados reiterados a otras instituciones que acentúan el desarraigo de afectos. Algo que sufrió Evelin y sus hermanos.
Cuando cumplió los 18, Evelin se pudo quedar en una casa de preegreso del mismo hogar de Berazategui mientras estudiaba en la facultad y ayudaba con tareas en el hogar. Al año le ofrecieron una pensión, dependiente de la misma institución.
Debía trabajar porque le cobraban un alquiler muy barato, pero no podría estar para siempre allí. Fueron tiempos de desesperación. “Ya tenía 23 años y me tenía que ir. No tenía a dónde volver. Tuve mucho miedo de quedarme en la calle”.
Entonces conoció a Doncel y pudo tomar contacto con la empresa Accenture. Ella les dejó su CV. Hace cinco años trabaja ahí, alquila su propia casa y da clases en la facultad.
“Sé que soy la excepción. A muchos les cuesta cumplir sus sueños”. Sobre una de las paredes de su departamento está su título de técnica en administración de empresas. Le falta la tesis y se recibirá de licenciada.
Cuando habla de sus logros, sonríe, pero a veces le pasa algo que no sabe explicar. “Hay muchos días en los que necesito el abrazo de una mamá que me diga: ‘Estás haciendo las cosas bien’. No sé si en algún momento dejé de extrañar a mi familia”. Se seca las lágrimas, la sonrisa vuelve, comenta que en la semana almorzará con una de sus tías.
Luego, retoma: “Entendí con el tiempo que fui una niña amada, pero que mi familia no tuvo las herramientas para cuidarnos. El Estado era el responsable de nosotros y no ayudó para que eso fuera así”.
Más informaciónDoncel es una organización civil que trabaja para transformar el sistema de cuidados alternativos en Argentina y garantizar que cada niño, niña y adolescente pueda crecer en un entorno familiar y comunitario, priorizando siempre su voz y su protagonismo.
Si querés saber más de Doncel, hacé clic en el enlace a su web o o a sus redes socialesSi querés contactarte con ellos podés escribirles a info@doncel.org.arSi querés postularte como familia de un niño, niña o adolescente sin cuidados parentales, podés navegar esta guía de Fundación La Nación con todo lo que deberías saber antes de tomar la decisión de adoptar