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Un nombre para toda la vida

Primero aprendemos a escribirlo en una imprenta desordenada, luego en una cursiva difícil de perfeccionar. Se repite. Mucho. En formularios, títulos, credenciales. Está ahí, firme, producto de ...

Primero aprendemos a escribirlo en una imprenta desordenada, luego en una cursiva difícil de perfeccionar. Se repite. Mucho. En formularios, títulos, credenciales. Está ahí, firme, producto de una decisión unilateral de una o dos personas en sus veintis, treintas o cuarentas. Puede ser habitual reflexionar sobre el bagaje emocional que nos deja el crecimiento, pero ¿nos detenemos en el nombre que nos acompaña para toda la vida?

Entre 1922 y 2015, en el país se inscribieron más de 2,9 millones de nombres únicos y más de 60 millones de registros. La inspiración parece venir de celebridades, actores, deportistas (hay más de 15.000 Diegos Armandos) o personajes de televisión (el año que se emitió la novela turca Las mil y una noches se anotaron 14 Onur). Para otros, elegir un nombre pareciera un desafío creativo o un canal para expresar su propia identidad a través de sus hijos: se anotan emociones, astros, objetos de la naturaleza.

El resto de los mortales nos debemos a una herencia: mi nombre no es mi nombre.

Me irritan bastante los clichés. “¿¡Cómo te llamás!?”, “¡Qué raro! Nunca lo había escuchado”, “¿De dónde viene?”. Las preguntas me encuentran siempre. En un Uber o el supermercado. “Es italiano”, explico. “La que ama su hogar quiere decir, aunque sobre todo se vincula a una santa romana”, y aclaro: “Pero yo se lo debo a mi abuela”. Mi nombre no es mi nombre porque también era el de ella: Domitila.

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En 1993, cuando nací, solo hubo otra persona en todo el país anotada así. En casi 100 años, según datos del Registro Civil, se registraron otras 577 con este nombre en la Argentina. Somos (¿éramos?) realmente pocas comparadas con, por ejemplo, las María, de las que hay 51.060 inscriptas en el mismo periodo.

Memé (así le decíamos todos sus nietos, aunque para el resto fue Domi, como yo) nació un 27 de diciembre de 1938, en Concepción del Uruguay, Entre Ríos. Domitila Rodríguez (de Papetti, le encantaba presentarse) era poeta, ensayista y novelista. Profesora de Literatura, Latín y de Historia del Arte. Faja de honor de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE). Era, para mí, en parte, todo.

Nunca me enseñó a cocinar ni a bordar (tampoco sabía coser botones). Comía helado parada frente al freezer y sus anécdotas eran un salad bar de opciones que incluían a Octavio Paz, Ivonne Bordelois y Mario Vargas Llosa. Se reía (cómo se reía) y protestaba con un “¡Ay, Ñato!” si mi abuelo la molestaba. Disfrutaba de sus amigos y amaba recordar historias (como cuando corrió una avioneta con un auto al mejor estilo Misión Imposible, porque su prima perdía un vuelo).

Siempre nos compararon. Por la altura, por la piel trigueña, por el estilo a veces rococó, por la personalidad. Siempre me encantó, aunque a veces pese. Porque un nombre no es solo un nombre: es, sobre todo en mi caso, un legado.

Con la naturaleza de quien ama lo que hace, nos inculcó el mismo cariño por la lectura. Creía que hay autores que leer y releer hasta que las pestañas se quemen (ella adoraba a Borges y dedicó gran parte de su vida a estudiarlo). En sexto grado nos convocaron a aprender un poema de memoria y recitarlo frente a clase. Mamá llamó a Memé —como casi todas las noches— y después de un breve debate no lo dudaron. “Negrita, dale la copia de Romancero gitano y que aprenda el ‘Romance de la luna, luna’”.

Memé murió el 27 de febrero de 2023. Hacía un calor insoportable, de un sudor poco elegante. Llevé la misma copia de García Lorca, el lomo carcomido y las hojas desprendidas. No me animé a leer. Pero lo recité (lo recito) cada vez que la pienso: “La luna vino a la fragua/ con su polisón de nardos. El niño la mira, mira./ El niño la está mirando”.

El cielo se encapotó. En la ruta de regreso de Concepción del Uruguay a Buenos Aires manejaba mi marido (mi novio entonces). Viajamos con mamá y mi hermana Lucía. Se largó a llover y no paró. Lloramos, reímos, nos contuvimos en silencio. Ese día se fue un poco de mi todo.

Mi nombre no es mi nombre. Mi nombre es Domitila.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/cultura/un-nombre-para-toda-la-vida-nid19092025/

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