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Teresa Anchorena, en el recuerdo de tres de sus grandes amigos

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El 28 de agosto, en su casa de la ciudad de Buenos Aires, falleció la gestora cultural Teresa Anchorena. Reconocida a fines del año pasado por su aporte a la Cultura en Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires, su último trabajo en la gestión pública fue el cargo de directora de Patrimonio en el Fondo Nacional de las Artes.

No solo tuvo una larga trayectoria en el ámbito de lo público (estuvo al frente de la Comisión Nacional de Monumentos, de Lugares y de Bienes Históricos, fue Secretaria de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires, directora del Centro Cultural Recoleta y asesora del presidente Raúl Alfonsín); también supo forjar lazos entrañables con quienes la rodeaban. Testimonio de esa calidez son los textos que tres de sus amigos, las escritoras Milena Busquets y Pola Oloixarac, y el jurista Luis Moreno Ocampo, publican en exclusiva para La Nación.

Teresa. Por Milena Busquets

Conocí a Teresa Anchorena en Barcelona. Habíamos tenido un flechazo de amistad con su hija Luna (que más tarde se repetiría con su otra hija, Clara) y desde el primer momento, me dijo: “Tienes que conocer a mi madre, te encantará.” Al cabo de unos meses, almorzábamos las cuatro, Luna, Teresa, la escritora Pola Oloixarac y yo en un restaurante de la parte alta de la ciudad. Recuerdo que acabamos hablando de Picasso y de operaciones de estética, mezclando lo más serio con lo más frívolo como malabaristas. Prometimos vernos cada vez que viniese a Barcelona a visitar a su familia.

“Como todos los intelectuales verdaderos que he conocido, Teresa huía de los rollos, de los discursos, de la solemnidad, de la falsa intensidad y del aburrimiento”

Era difícil no enamorarse de Teresa. Pertenecía a ese grupo de personas que despierta pasiones, supongo que también odios (es difícil resultar fascinante para unos sin resultar detestable para otros), pero eso nunca lo vi. Mis hijos la adoraban, mi exmarido la adoraba, todo el mundo caía rendido a sus pies. Nunca me dijo a qué se dedicaba, casi nunca hablaba de su pasado, o solo para contar anécdotas y hacernos reír, y nunca se daba importancia.

Como todos los intelectuales verdaderos que he conocido, Teresa huía de los rollos, de los discursos, de la solemnidad, de la falsa intensidad y del aburrimiento. Tenía el convencimiento profundo de que la vida era para ser vivida intensamente, para intentar ser feliz por todos los medios. Era fuerte y generosa, divertida, con verdadero carácter (nunca la vi enfadada, pero debía de ser temible). Detestaba las tonterías y a la gente pretenciosa y las detectaba al instante. Era extraordinariamente guapa, pero la gente guapa no le interesaba en absoluto. Era leal y firme (en algunas cosas, bastantes, me recordaba a mi propia madre, mujeres de otra época, luchadoras, duras, educadas con mano de hierro). Teresa no hablaba de lo serio, hablaba de lo importante. Y escuchaba y preguntaba, le gustaba la gente, le interesaban los demás. Pero para mí era sobre todo la madre de Luna y de Clara (tienen un hermano, Mateo al que solo he visto una vez), la abuela de Romeo, Iara, Athena, Alma y Azul.

Teresa no hablaba de lo serio, hablaba de lo importante. Y escuchaba y preguntaba, le gustaba la gente, le interesaban los demás

Una vez, en medio de una cena en casa de Pablo Bofill y de Luna, le pregunté: “¿Cómo lo haces para no tenerle miedo a nada?” Me acababa de contar como en sus primeros tiempos en París iba de tienda en tienda vendiendo ropa, o algo así, muy disparatado y valeroso. Y creo que yo estaba al inicio de un nuevo libro y no lograba abrir el ordenador sin echarme a temblar. Ella respondió: “No hay que tenerle miedo al fracaso. Ese es el truco. Nada más”. Desde entonces he seguido su consejo a rajatabla. Ha muerto una mujer valiente. Fue un honor y una verdadera alegría conocerla.

Mi mejor amiga. Por Luis Moreno Ocampo

Se nos fue Teresa Anchorena, una argentina única. Era la mejor expresión del liderazgo femenino; sutil, integradora e imparable.

La conocí cuando tenía cerca de 20 años. Manejaba las peores situaciones con su delicadeza exquisita. En aquella época un hombre la agredió físicamente y ella, que estaba sola, logró que se detuviera y le pidiera perdón.

Se fue a vivir a París en 1973 con Rolando Paiva, un artista, fotógrafo y el hijo de un líder del partido comunista en Paraguay. Su tío Tomás, que era el embajador del régimen de Videla, la puso en una lista de personas a vigilar. Se tuvo que exiliar.

Teresa, que había sido criada como una princesa porteña, aprendió a sobrevivir en la adversidad mientras criaba a Mateo y a Luna. Fue modelo, vendió arte y hasta produjo cuarenta polleras que ocultó entre sus valijas para venderlas en Barcelona. Estaba orgullosa de su pequeña experiencia como contrabandista.

No le interesaba ocupar poder sino promover cultura. Así como ignoraba las divisiones políticas internas su trabajo cruzaba las fronteras

Volvió con la democracia argentina y desde ese momento no paró de trabajar para promover nuestra cultura. Le interesaba hacer y para ella no hubo “brecha”. Tuvo funciones públicas en todos los gobiernos. Trabajó con el radicalismo, el peronismo, el macrismo, ella armonizaba con todos y los conectaba con la gente.

No le interesaba ocupar poder sino promover cultura. Así como ignoraba las divisiones políticas internas, su trabajo cruzaba las fronteras. Asesoraba a una fundación internacional y proponía que los trabajadores del Teatro Colon enseñaran sus oficios en Arabia Saudita. Era muy argentina y, al mismo tiempo, muy global.

Nos enseñaba a ver bellezas que se nos pasaban desapercibidas. Durante la pandemia organizó un curso sobre el patrimonio arquitectónico argentino que tuvo más de un millón de vistas.

Mientras tanto se enamoró de Carlos Cullen, tuvo a Clara y se ocupó de criar con su estilo único e irrepetible a sus tres hijos y luego a sus siete nietos. Un día llevó a sus nietos de 4 y 6 años a que conocieran un lugar arquitectónico que admiraba: el Hipódromo de Palermo. A los chicos todavía se les iluminan los ojos cuando recuerdan que apostaron y ganaron en dos carreras. ¡Así era ella!

En junio de este año organizó una comida en su caserón de Villa Crespo para festejar su cumpleaños. Cuando llegamos nos contaron que la habían internado en el hospital, pero que expresamente había pedido que la esperáramos. Llegó a las once y cuarto de la noche, y sin permitir que la viéramos fue a su cuarto para cambiarse y peinarse.

Quince minutos después se acercó espléndida, y propuso un brindis. ¡Así era ella!

Teresa fue mi mejor amiga, y quería escribir estas breves líneas porque, a mí también, de solo recordarla se me llenan los ojos de alegría.

Nuestra duquesa de Guermantes. Por Pola Oloixarac

Cada vez que veía a Teresa intentaba convencerla de que terminara el libro sobre su vida. No me cabía duda de que Teresa era un ícono feminista secreto, una mujer que había sabido armarse una vida única entre mundos divergentes: Buenos Aires y París, la clase alta tradicional y el multiverso de la bohemia porteña, Villa Crespo y las galas del Colón, el campo y la ciudad.

Me encantaba la picardía serena con la que se deslizaba por los salones y los callejones de la cultura argentina como una duquesa de Guermantes rioplatense, y la rebeldía profunda que le producían la conformidad y el aburrimiento. Me parecía material de estudio el estilo ligero y no menos tenaz que Teresa empleaba para lograr lo que se proponía; y una vez que lo conseguía, jamás presentaba las cosas como el resultado de conquistas pomposas, sino de difusas constelaciones de azares espléndidos. Rehuía totalmente a la épica impostada, privilegiaba la sencillez.

No me cabía duda de que Teresa era un ícono feminista secreto, una mujer que había sabido armarse una vida única entre mundos divergentes: Buenos Aires y París, la clase alta tradicional y el multiverso de la bohemia porteña, Villa Crespo y las galas del Colón, el campo y la ciudad

No era raro verla en reuniones y notar cómo las chicas jóvenes que orbitaban cerca empezaban a acercarse y al rato terminaban sentadas en torno a ella, escuchándola arreboladas, creando pequeños cuadros de academias improbables, como si Teresa fuera la Señora March llegando a casa al final del día en Mujercitas. Siempre enlazaba mundos diferentes: el glam mundano de una Guermantes de Proust con los rasgos entrañables de un personaje de Louisa May Alcott. A Teresa le hacía gracia mi insistencia sobre su libro; decía que tenía demasiado trabajo como para ponerse a hablar sobre sí misma.

Teresa tenía un don muy especial: se había formado para mirar en el interior de las personas y de las obras de arte, para encontrar su punctum. Había afilado una sensibilidad particular para esos abismos, lo que le confería una capacidad de escucha extraordinaria. La cultura era un territorio donde las personas, los objetos y las creaciones se amalgamaban, y Teresa cultivaba la curiosidad con avidez y disciplina.

Quizás nadie haya encarnado mejor que Teresa la antítesis de la “batalla cultural”. Fue una liberal que puso su conocimiento y su don al servicio de su país, que jamás creyó en que la política debía marcarle el pulso al arte. Es, en efecto, absurdo y totalmente improcedente creer que un país tan rico en tradiciones e ideas puede subsumirse a las líneas ideológicas de turno; la libertad es siempre la prerrogativa del arte, no de un slogan político. Teresa entendía la cultura como algo vivo que emerge del suelo, que emana caótico y vital de una sociedad y sus contradicciones, y esa cualidad viviente del arte inspiraba su trabajo con el patrimonio. Ella misma tenía una conexión profunda con la tierra: como Victoria Ocampo con sus antepasados indígenas, Teresa se enorgullecía de sus ancestros guaraníes. Era una maestra del epifenómeno del arte, es decir, de todas esas cosas que no son la obra de arte, y que sin embargo son fundamentales para que el arte sea reconocido, creado y amado por el público.

Quizás nadie haya encarnado mejor que Teresa la antítesis de la “batalla cultural”. Fue una liberal que puso su conocimiento y su don al servicio de su país, que jamás creyó en que la política debía marcarle el pulso al arte

Teresa disfrutaba de ser una outlier de la aristocracia argentina, de enarbolar la distinción de la bohemia y el arte por sobre la distinción de la clase; no sé si leyó a Bourdieu, pero lo había entendido a la perfección. Se enamoró de Rolando Paiva, un fotógrafo paraguayo-francés hijo de un héroe de guerra y una judía polaca comunista, con quien se exilió en París durante la década de plomo en los años 70; con él tuvo a Luna, su hija artista que heredó su efigie de Nefertiti, y a Mateo, su hijo arquitecto. Con la democracia, Teresa regresó a Buenos Aires para sumarse al gobierno de Raúl Alfonsín. En Argentina se enamoró de Carlos Cullen y tuvo a su hija cineasta Clara, la más parecida a sus antepasados Hume. Las dos cuentan con una mezcla de orgullo y reproche jocoso cómo su mamá jamás dejó de trabajar por ellas, cómo sus vidas de bebés jamás apartaron a Teresa de su sentido del deber y de su entusiasmo laboral.

Teresa sabía contagiar pasiones por cosas inimaginables, como cuando se fascinó con las vicuñas en Catamarca y el potencial fabuloso que podía unir a comunidades de mujeres tejedoras del noroeste con las marcas de lujo más rutilantes de París. Veía Argentina como una trova de secretos que estaban esperando ser descubiertos, y tenía una energía incansable para recorrer y descubrir sus maravillas recónditas.

También podía tener un sentido del humor como un paquetito de dardos envueltos en seda: “¿Vos y yo estamos peleadas? Disculpá que te lo pregunte así pero la verdad es que no me acuerdo", le dijo sonriendo a una exfuncionaria conocida por su irritabilidad

Le encantaba ir al revés de lo que se esperaba, tirar bombas inesperadas desde un lugar que no era el de la autoridad, sino de la candidez amable de alguien que compartía algo que podías elegir saber, o no; después de todo, el mundo está lleno de gente que no quiere saber absolutamente nada, saber es siempre una decisión privada. Le gustaba romper los preconceptos en torno a la clase alta argentina, comentando por ejemplo que las verdaderas familias de la clase alta argentina son todas de origen judío. También podía tener un sentido del humor como un paquetito de dardos envueltos en seda: ¿Vos y yo estamos peleadas? Disculpá que te lo pregunte así pero la verdad es que no me acuerdo, le dijo sonriendo a una exfuncionaria conocida por su irritabilidad.

El último día de su vida Teresa bebió champagne, comió un paté exquisito, rió con su familia y, más tarde, cuando se sintió cansada, se fue a la cama a dormir; ya no despertaría. Ahora pienso que quizás no podía terminar su libro sencillamente porque Teresa había escrito con su ADN durante toda su vida; o quizás, porque como la duquesa de Guermantes, Teresa era un personaje divino destinado a inspirar a quienes tuvimos la dicha de conocerla. Su vida está hecha de amores por las personas y por el arte, y esa familia ampliada, que atraviesa toda la Argentina, se sigue escribiendo sola.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/conversaciones-de-domingo/teresa-anchorena-en-el-recuerdo-de-tres-de-sus-grandes-amigos-nid07092025/

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