De la autoexigencia a la autocompasión, el verdadero significado del amor propio
El amor propio se ha convertido en una especie de mandato cultural: hay que ...
El amor propio se ha convertido en una especie de mandato cultural: hay que quererse, aceptarse, mostrarse “auténtico”. Pero en la práctica, muchos siguen buscando ese amor en los lugares equivocados: en el espejo, en las redes, o en las compras que prometen llenar vacíos.
La pregunta que vale la pena hacerse no es “cómo me veo”, sino “qué historia me estoy contando sobre mí mismo cuando me miro”.
La relación con la propia imagen no es superficial; es emocional, simbólica y profundamente humana. Alain de Botton, filósofo contemporáneo y autor de Ansiedad por el status, señala que gran parte de nuestro sufrimiento moderno nace de la comparación: “Nos sentimos infelices no tanto por lo que tenemos o somos, sino por cómo creemos que quedamos frente a los demás”. En un mundo donde las redes amplifican esa comparación constante, el amor propio se vuelve un acto de rebeldía silenciosa: dejar de medirse en la vara ajena para volver a conectar con lo que uno realmente valora.
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La ciencia respalda esa idea. Investigaciones de la Universidad de Harvard y de la psicóloga Kristin Neff (Universidad de Texas) muestran que la autocompasión —es decir, la capacidad de tratarnos con amabilidad ante el error o la imperfección— mejora los niveles de bienestar y reduce la ansiedad. No se trata de repetir frases motivacionales frente al espejo, sino de cambiar el tono de la conversación interna. El amor propio no se construye desde la exigencia, sino desde la empatía con uno mismo.
Y eso impacta directamente en el consumo. Según un estudio publicado en Journal of Consumer Research, las personas con mayor autocompasión tienden a comprar menos por impulso. Cuando uno se siente en paz consigo mismo, deja de buscar validación en los objetos. La moda, la cosmética o la tecnología dejan de ser refugio emocional y vuelven a ocupar su verdadero lugar: herramientas de expresión, no de compensación.
En mis años como consultora de imagen, lo veo todos los días: detrás de cada cambio de estilo hay un proceso más profundo que tiene que ver con reconciliarse con la propia mirada.
La ropa puede ayudarnos a narrar quiénes somos, pero nunca puede reemplazar esa conversación interna. Cuando una persona empieza a vestirse desde la aceptación y no desde la carencia, su presencia cambia. Ya no busca esconderse ni impresionar: busca conectar.
El filósofo De Botton dice que la belleza no debería servir para compararnos, sino para inspirarnos. Y ese cambio de enfoque también redefine nuestra relación con la moda y la estética. Amar la belleza —propia y ajena— no tiene nada de superficial cuando proviene de la gratitud.
Estudios actuales sobre salud mental coinciden: el amor propio se entrena. No es una emoción constante, sino una práctica diaria. A veces empezar con algo tan simple como hablarse sin juicio, descansar sin culpa o aceptar el cuerpo tal como es hoy. Pequeños gestos que, sostenidos en el tiempo, cambian la forma en que uno se muestra al mundo.
El día a día nos empuja a compararnos todo el tiempo, por eso amarse a uno mismo se vuelve un acto radical. No es aislarse del mundo, sino aprender a habitarlo con autenticidad. No es renunciar al cambio, sino hacerlo desde el deseo y no desde la carencia. Porque cuando hay amor propio, la imagen deja de ser una máscara y se convierte en una declaración: “Esto soy, y estoy en paz con lo que proyecto“.
La autora es asesora de imagen@danisa_bevcic