Un emotivo cuento de misterio sin misterios
Tomemos los primeros minutos de dos casi “estrenos de la semana” (esa categoría del pasado que se resiste a dejar la escena) para intentar hablar de cine. Por un lado, el Frankenstein de Guill...
Tomemos los primeros minutos de dos casi “estrenos de la semana” (esa categoría del pasado que se resiste a dejar la escena) para intentar hablar de cine. Por un lado, el Frankenstein de Guillermo del Toro: un barco encallado en un mar de hielo interminable, con sus marineros de barbas congeladas haciendo lo imposible para sacarlo de allí. Diez minutos más tarde ya han aparecido el monstruo, su creador, media docena de cadáveres e innumerables explicaciones. Un comienzo imponente en el que, seguramente, pocos elementos han estado efectivamente delante de la cámara del director, lo que no estaría a priori ni bien ni mal: es lo que hay. Por otro lado, Las corrientes, tercer largometraje de la argentina Milagros Mumenthaler, tras Abrir puertas y ventanas y La idea de un lago, que este jueves se estrenó en los cines argentinos: una mujer que no sabemos a qué se dedica gana un premio, tira el premio a la basura (no sabemos por qué lo gana ni por qué lo tira), se pierde sola por las calles de una ciudad europea y mientras está cruzando un puente, se arroja a un río que, a juzgar por la ropa de los esporádicos secundarios que se cruzan en el plano y la de ella misma, debe estar helado. Corte a la policía de esa ciudad indeterminada devolviendo a la mujer a su hotel envuelta en una manta térmica. De allí, a Buenos Aires. A los 10 minutos, la primera línea de diálogo: un intercambio de rutina en un departamento porteño de clase alta. Todo lo que vimos, seguramente, pasó por delante de la cámara de la directora.
Sería pecar de optimismo decir que se trata de dos modelos de cine complementarios. El primero es la norma: independientemente del presupuesto, el calibre de las estrellas y el alcance, es el aspiracional audiovisual de la última década. Hacia allí tiende casi todo. El segundo pudo haber sido ser la norma hace ya demasiado tiempo, pero hoy es la excepción, no solo porque proviene del talento individual y de la historia misma del cine, sino porque además el dinero suele seguir a la norma y no a la excepción. El crítico francés Serge Daney anotaba en su diario un pequeño diálogo que resumía de modo clarividente y hace ya bastantes años el funcionamiento de esa avenida que en un sentido tiene 17 carriles y en el otro una bicisenda: “Durante nuestro almuerzo ritual en Train Bleu, S.J. me cuenta que, como quienes tienen poder de decisión en Hollywood consideran que la versión de Errol Flynn es imposible de ver para los niños de hoy, Kevin Costner está en proceso de hacer una nueva Robin Hood”.
Sería deseable que no se lea esto como una queja de viejo de los Muppets sobre el estado de cosas, ya que como buenos adictos siempre vamos a necesitar del cine y procuraremos encontrarlo incluso en una improbable plataforma que solo proyecte la saga Rápidos y furiosos. Es más bien una oda a la fortuna que supone la aparición de algo que si parece una película, se comporta como una película y conmueve como una película, entonces probablemente sea cine. En su mitológica conversación con Alfred Hitchcock, después de que el británico detalla cómo sería hacer un film sobre 24 horas en la vida de una ciudad, François Truffaut responde: “Para esta película sobre la ciudad enumera usted todas las imágenes, las sensaciones posibles y, luego, el tema general se obtiene por sí mismo”.
Las corrientes funciona de esa misma manera: imágenes, sensaciones y un tema general que cada quién obtiene por sí mismo. Comienza con el salto de la protagonista a ese río helado. Más adelante nos vamos a enterar de que Catalina/Cata/Lina, según quien la mencione, tiene una carrera exitosa en el mundo de la moda (de allí el premio), un marido y una hija, que logró con el correr del tiempo una posición diríase que acomodada y que trae de ese momento en el que la llevaron las corrientes del río una hidrofobia que le impide bañarse, lavarse el pelo, las manos o los dientes, una repulsión al agua que termina trastocando su vida diaria y sus vínculos. ¿Qué fue antes? ¿Las corrientes del río o las de la mente? Toda la película está construida en torno a Lina (interpretada por la extraordinaria Isabel Aimé González-Sola, un acierto de casting de esos que se dan muy de vez en cuando), con pedazos rotos de lo que es en pugna con otros de lo que fue y con brevísimos parpadeos de lo que podría ser.
El malestar de la protagonista articula cada paso del film, pero Las corrientes no busca respuestas ni descansa en diálogos que expliquen las cosas, sino que apuesta de modo radical a un relato visual-sonoro que tiene muchos momentos que además de perturbadores-conmovedores resultan deslumbrantes. La película tuvo en apenas un par de meses un impresionante recorrido por festivales: debutó en Toronto, siguió en la competencia oficial de San Sebastián (donde se alzó con el premio RTVE-Otra mirada) y de allí Nueva York, Busan, Hamburgo, Chicago y la semana pasada se mostró en la segunda edición de Fuera de campo, en Mar del Plata. Justamente en su crónica del Festival de San Sebastián, el crítico español Jaime Pena describía así un pasaje de Las corrientes en el que se escucha como banda sonora la suite Los planetas de Gustav Holst (se trata de otro ítem “uno en un millón” del filme: el extraordinario uso de la música): “Es una larga secuencia de más de seis minutos en la que escuchamos ese movimiento de Holst casi en su integridad. Desde el faro del Palacio Barolo, Lina y su hija contemplan la ciudad, en una suerte de sinfonía urbana que acompaña a varios personajes de la trama. Como sucedía en el inicio y en otros muchos momentos de la película, los diálogos son innecesarios: esta es una película eminentemente visual que nos propone un discurso sobre una cierta idea del romanticismo, dibujando a una Lina que tiene algo de personaje arquetípicamente trágico, por más que esa tragedia o cualquier dramatismo quede siempre desdibujado entre capas y capas de referencias que van tejiendo un mapa laberíntico de la ciudad de Buenos Aires que quizás, y solo quizás, se podría corresponder con la mente de Lina”.
En el tramo final de su meganovela El jilguero, Donna Tartt le hace decir a Theo Decker, su atribulado protagonista: “Por eso he querido escribir estas páginas tal como las he escrito. Porque solo adentrándome en la zona intermedia, el borde policromo entre la verdad y la no verdad, es tolerable estar aquí y escribir esto. Todo lo que nos enseña a hablar con nosotros mismos, lo que nos enseña a salir de la desesperación entonando una canción, es importante. Pero el cuadro también me ha enseñado que podemos hablar unos con otros a través del tiempo”. Algo de esto también se aplica a Las corrientes, una película fuera de norma que hurga en pliegues, silencios, colores y sonidos, y que con la materia prima del cine cuenta un cuento de misterio sin misterios, el de una mujer que se niega de modo amable y desconcertante a seguir el ritmo de una vida cargada de mandatos, que intenta hablar con ella misma a través del tiempo. Las corrientes no es tanto un film sobre lo intolerable como uno sobre algo que nuevamente es Tartt la que define a la perfección, esta vez utilizando una imagen que hace juego con la Lina de Mumenthaler y su deriva: “Aunque no siempre nos alegremos de estar aquí, tal vez sea nuestro deber sumergirnos de todos modos; vadear en línea recta a través del pozo negro, manteniendo abiertos los ojos y el corazón”.
Fuente: https://www.lanacion.com.ar/ideas/un-emotivo-cuento-de-misterio-sin-misterios-nid15112025/